"COPA DEL AMÉRICA": desafío, ingenio y mito: La caballerosa historia de Sir Thomas Lipton en las regatas, escrita hace 50 años.

La Copa de América (America's Cup) posee una historia ya relatada y codificada en numerosos escritos e imágenes, con lo que su realidad y mito van a la par en la modernidad. Los comienzos de toda hazaña contienen salvajes encantos, y depende de la innovación, del grado de su intrepidez y del enigma contenidos en ella la futura existencia del interés social.

Mitificación, supervivencia y continuidad para un trofeo transeunte, que pasa a manos del vencedor temporalmente, nunca para siempre. En este hecho se inscribe el ansia de tal lucha por su caduca posesión: repetición, periodicidad del reto; torneo abierto a sucesivo enfrentamiento, que brillará mientras reciba el lustre del vencedor y la aspiración del derrotado, renovadas las fuerzas de los contendientes. Trono y copa de plata, no oro, metal también precioso, al estilo medieval, de tinte romántico, con vencedor y vencido. El poder del ganador, sin embargo, por ley natural, ha de ser demostrado y renovado en aras de conservar el atractivo real, el del “mejor”, el de más valía, de mejor calidad y cualidad. Triunfar, aquí y de esta guisa, es una forma de darse publicidad, valor añadido, prestigio, poder terrenal y gloria deportiva para la Historia.

En los anales de todo acontecimiento de magnitud y trascendencia social, quedan unos nombres inscritos, otros no se contabilizan, como el mío. Mas, de mi experiencia participando en el arranque y la organización de la Copa de América en Valencia, no es la nostalgia lo que en mi va a perdurar, sino la comprensión, que va más allá del entendimiento del cómo y el porqué del uso de este “mito” para fines comerciales.

Así, en junio de 1963 la aventura es divulgada por el Selecciones del Reader's Digest, en su versión en lengua española:
SIR THOMAS
y la Copa del “América”
Romántica historia del más caballeroso perdedor de todos los tiempos: el hombre que logró infundir a las regatas internacionales un verdadero espíritu deportivo.

Por James Nathan Miller

Ilustraciones de C. Jones y Alexander
Fuente: Reader´s Digest 
En agosto de 1851, la goleta América, luciendo el gallardete blanco y azul del comodoro del Yacht Club de Nueva York, apareció frente a la costa sur de Inglaterra. El yate América había sido construido por un grupo de magnates neoyorkinos para demostrar a los ingleses lo que los armadores y marinos norteamericanos eran capaces de hacer. Las dificultades que afrontaban eran, al parecer, insuperables: debía competir contra 14 yates del Royal Yacht Squadron, y la regata tendría lugar en torno a la isla de Wight, cuyas engañosas mareas y corrientes favorecerían sin duda a quienes ya las conocían. El premio sería la Copa de las Cien Guineas, del Royal Yacht Squadron, monstruoso artefacto desfondado, de estilo victoriano.

Desde entonces se la conoce con el nombre de Copa del América, y la mejor prueba de cuán rotundamente se hizo acreedora al nombre, se encuentra en el coloquio, hoy famoso, entre la reina Victoria y el capitán del yate real.

̶ ¿Qué barco ganó? ̶ preguntó la Reina.
̶ El yate norteamericano ̶ respondió el marino.
̶ ¿Y cuál es el segundo?

El capitán tomó su anteojo, escudriñó el horizonte, y contestó:

̶ No hay segundo, Majestad.

Los neoyorquinos se llevaron la copa consigo y la cedieron al Yacht Club de Nueva York, a fin de que fuera “premio perpetuo en amistosa competencia entre las naciones”.

¡Vaya competencia amistosa! Se hubiera dicho que la copa contenía veneno, tan enconada resultó la lucha por conquistarla. La razón fundamental de ello era el carácter mismo de los dos organismos que más ansiaban poseerla.
El Yacht Club de Nueva York no era un club de recreo dominical para familias. Era exclusivamente una cofradía de magnates: Astors, Belmonts, Whitneys, Vanderbilts, Morgans... Estos señores se habían adueñado de bancos y ferrocarriles y se las arreglaban para conservarlos, porque eran por naturaleza dinámicos y tesoneros. Participan en las regatas para apostar gruesas sumas de dinero; y lo mismo que en cualquier otro negocio, tenían buen cuidado de no decir nada al acaso.

Igualmente indómito era el Royal Yacht Squadron inglés. Sus miembros eran lo lores y oficiales, administradores, defensores y dueños del gran imperio de la reina Victoria. En una ocasión en que chocaron dos yates, las tripulaciones destrozaron el velamen del rival con hachas y cuchillos. Comentando el incidente, Lord Belfast, propietario de uno de los yates, reconoció que tal comportamiento era poco deportivo; por tanto, agregó, la próxima vez que un competidor en la bordada de sotavento se le atravesara en la de barlovento ¡pardiez que él lo partiría en dos!

Tales eran los dos grupos que se aprestaban a entrar en “amigable” competencia por la copa.

El primer indicio de lo que se avecinaba se observó en la competencia inicial, en 1870, cuando los ingleses enviaron a James Ashbury con su yate Cambria. El piloto británico se las vio con 23 naves del Yacht Club neoyorkino, y llegó en décimo lugar. Al año siguiente, cuando protestó por tan obvia injusticia, los neoyorkinos accedieron a oponerle un yate solamente... esto es, uno a la vez. Tenían listos cuatro yates: dos para navegar en mar picada y otros dos aptos para aprovechar la más ligera brisa, y hacían participar en la competencia ya a uno, ya a otro, según soplara el viento.

En esta forma se defendió la copa durante los 25 años siguientes. Casi todas las regatas terminaban ásperamente. Lo peor ocurrió en 1895, cuando Lord Dunraven, después de perder una segunda vez, acusó a los norteamericanos, en una revista inglesa, de haber agregado lastre a su yate Defender clandestinamente, la noche anterior a la regata decisiva, y de haberlo descargado en secreto la noche siguiente, antes de que se hubiera podido revisar la embarcación, a raíz de la protesta hecha por él de que calaba demasiado. EL dueño del Defender respondió que esa era “una de las acusaciones más injuriosas que se podían hacer a un deportista y a un caballero, y que además ofendía el honor y el espíritu deportivo nacional”.

Los ánimos se exaltaron a tal punto que cuando Dunraven regresó a los Estados Unidos para ventilar su caso, tuvo que ser custodiado por la policía. Al retirarse , una vez que sus acusaciones fueron rechazadas por una comisión investigadora, se negó a presentar excusas.

Aquí pareció tocar a su fin la “amistosa competencia”; pero el 6 de agosto de 1898, un telegrama cruzó el Atlántico: “Cumplo con informarles que el Royal Ulster Yacht Club, en nombre de Sir Thomas Lipton, tiene el honor de retar a ustedes por la Copa del América ”.

¿Quién era Sir Thomas Lipton? Multimillonario, contaba entonces 48 años, y aunque gracias a su cadena de 600 mercados su nombre se había hecho familiar a todos los ingleses, casi nadie había oído hablar de él en los Estados Unidos. Sus padres habían emigrado de Irlanda durante la época del hambre. Él había nacido en una casa de vecindad de Glasgow (Escocia), y era, según dicho suyo, “irlandés y pobre, que es lo más pobre que se pueda imaginar”. Pasó parte de su adolescencia en Estados los Unidos, vagando de una parte a otra y desempeñando trabajos esporádicos; luego regresó a Glasgow con 100 libras esterlinas y una fórmula para conquistar el éxito, aprendida en Nueva York: “El que vive del comercio debe anunciar o se arruina”. Esta convicción iba a hacerle rico.

Abrió una pequeña tienda de comestibles en Glasgow, y pronto tuvo veintenas de sucursales dispersas por toda Inglaterra. La publicidad había hecho el milagro. Cierta vez le dijo a un joven:

̶ Muchacho, la cosa es así: cuando una gallina pone un huevo, cacarea para que se entere todo el gallinero; pero cuando la pata pone, ni pío dice. ¿Y quién come huevos de pato?

Lipton cacareó toda su vida anunciando huevos, carnes y té, generalmente con enorme provecho.

De marino nada tenía. Hasta el fin de sus días fue incapaz de distinguir babor de estribor, y las fotografías que lo mostraban al timón de sus diversos barcos eran pura publicidad. Aunque la propaganda que le reportaba su participación en las regatas era sin duda una de las importantes razones que lo impulsaban, no cabe duda de que tenía ardientes deseos de ganar la copa y llevarla de vuelta a Inglaterra. Además, no era de los que se resignan a perder. Uno de sus íntimos decía:

̶ Nadie se eleva desde la pobreza a la posición a que él ha llegado si no le anima el firme deseo de triunfar.

En 1898. Lipton pidió al mejor arquitecto naval inglés que le hiciera los planos para un yate, contrató al mejor piloto profesional de Inglaterra y envió el barco al otro lado del Atlántico. El propio Sir Thomas lo siguió unas pocas semanas más tarde a bordo de un vapor de línea.

Aquél, el primero de los famosos Shamrocks de casco verde inscritos por Lipton, llegó a los Estados Unidos poco menos que sin haber sido puesto a prueba. Sabiendo que con ello provocaría muchos comentarios, el magnate lo envolvió en el más profundo secreto. Cuando estuvo en dique seco, hizo cubrir el casco con lonas, aunque no ignoraba que los norteamericanos ya poseían detallados dibujos de los rasgos que tenía bajo la línea de flotación. Invitó al público a visitar el astillero, pero ordenó a los guardas que confiscaran todas las cámaras fotográficas, si bien desde varios días atrás los periódicos venían publicando fotografías de la embarcación.

Lipton, por el contrario, era tan accesible para los reporteros como una incipiente estrella de cine. Hombre de ingenio, decía frases dignas de ser repetidas. Y nunca dejaba de chancear amigablemente respecto a su próxima victoria.

̶ Será mejor que los norteamericanos miren bien ese “cacharro”, pues me lo voy a llevar.

El día de la regata parecía una fiesta nacional. Durante todo el verano de 1899, los periódicos habían llenado sus planas con la reseña de los preparativos. En ambas márgenes del Atlántico se formaron grandes asociaciones para cambiar apuestas, y en Nueva York se vendió hasta el último sitio disponible en remolcadores y buques de excursión. Pero al terminar la regata el yate británico había perdido tres carerras consecutivas.

Los reglamentos, cierto era, resultaban contrarios a todo retador. Éste debía anunciar las dimensiones de su nave con 10 meses de anticipación, lo que daba tiempo a los norteamericanos para construir tantos yates rivales como desearan y para aprovechar el verano en poner a prueba unos contra otros y en perfeccionarlos. Además, el yate retador debía cruzar el Atlántico por sus propios medios, lo cual significaba que debía ir provisto de pesados cuartones o cuadernas reforzadas, y que había de estar proyectado en forma que pudiera llevar provisionalmente dos mástiles y un aparejo adecuado para la navegación de altura. Y luego sólo disponía de unas pocas semanas para efectuar las alteraciones necesarias y prepararse para la regata.

En un importante aspecto la última regata fue diferente de las anteriores: el perdedor se retiró sin presentar quejas. Durante su viaje de regreso en el Leviathan, telegrafió a Inglaterra: “Los norteamericanos me han derrotado en buena lid”.

Dos años más tarde, Sir Thomas regresaba a los Estados Unidos con el Shamrock II. Antes de que éste fuera construído, su plan se puso a prueba durante nueve meses, valiéndose de diversos modelos de cera tirados a remolque en un estanque... mas esta precaución resultó inútil, pues el nuevo yate fue derrotado también.

Al partir, Lipton recordó a los norteamericanos que el Shamrock (trébol irlandés) tiene tres hojas. En efecto, volvió en 1903 con el Shamrock III. Ya para entonces acompañaba a sus tentativas la misma rutina. A su llegada tenía lugar una aparatosas recepción en el puerto, seguida de un mes de fiestas durante al cual el magnates, nobles y jugadores profesionales se congregaban para asistir a la regata; el interés del público aumentaba a medida que los diarios informaban sobre los detalles y hacían objeto de innumerables reportajes al retador.

Se tenía ganados a los periodistas porque sabía mejor que ellos mismos lo que les interesaba. Soltero, era por entonces el mejor partido del mundo, y la prensa de la época vinculaba su nombre con el de docenas de mujeres, a lo que él se prestaba de buen grado.
También perdió las regatas de 1903, y regresó a Inglaterra sin proferir queja alguna, mas esta vez hizo una amistosa petición: le parecía que debían cambiarse las disposiciones relativas a las medidas de los yates, a fin de que éstos se apartaran de las monstruosas líneas que se tendía a darles.

Y tenía razón, pues a medida que aumentaba el interés por ganar la Copa, los arquitectos navales habían levantado los mástiles hasta hacerlos tan altos como una casa de 16 pisos, y los aparejaban con un velamen de fina tela de algodón cuya superficie equivalía a la de dos manzanas de cualquier ciudad. El resultado era que los competidores de la regata podían aprovechar el céfiro más leve cuando el mar estaba tranquilo, pero si el viento refrescaba esos barcos eran casi inútiles, pues colgado como a diez metros debajo de la línea de flotación, en el fondo de una quilla afilada como un puñal, iba un lastre de plomo que pesaba varias toneladas. La acción de tal peso, contrarrestaba el impulso lateral de la enorme vela, impedía que el yate se volcase.

A partir de 1903, el club neoyorquino cambio un poco los reglamentos a fin de restringir tan caprichosas embarcaciones, pero cuando Sir Thomas regresó en 1920 para realizar su cuarta tentativa, los yates seguían siendo meros abortos hechos para navegar con buen tiempo. Probablemente fue esto lo que impidió a Lipton, que tenía entonces 70 años, aprovechar su única oportunidad favorable de llevarse el “cacharro”.

En efecto, en esta ocasión el Shamrock ganó dos de las primeras cuatro regatas. Una más le hubiera dado la victoria. Buena parte de la prensa norteamericana y del público apoyaba al retador. “Buena suerte, Tommy”, rezaban muchos letreros colocados en los barcos de excursión.

Lo que Lipton necesitaba era un buen viento, pues en mar agitado su yate era superior a los otros. Y el viento le favoreció. Cuando, lleno de optimismo, tomó asiento a la popa de su yate de vapor para observar el principio de la quinta regata, el viento soplaba a razón de 25 nudos. Mas de pronto una bandera se alzó en la nave de la comisión directiva: se suspendía la prueba, porque los competidores estaban de acuerdo en que el viento era demasiado fuerte.

Lipton siguió al Shamrock IV, que regresaba a su amarra, e inmediatamente se enceró en su cabina con el piloto. Dos horas más tarde, adusto el semblante, dio un comunicado explicando la razón por la cual se había creído que celebrar la regata ese día resultaría peligroso. “Yo no estoy de acuerdo”, agregaba resignado, “pero tal es la opinión de los capitanes de los yates”.

Al terminar ese día, Sir Thomas había recuperado su buen humor lo suficiente para chancearse una vez más con los reporteros, a quienes dijo que la verdadera razón para haber suspendido la regata era que el “motor silencioso” que se hallaba oculto en el Shamrock se había descompuesto.

Perdió la regata decisiva; y aquel anciano que había gastado una fortuna a fin de ganar un premio que le había sido arrebatado cuando lo tenía al alcance de la mano, regresó a Inglaterra.

̶ El mejor de los barcos ganó ̶ dijo a guisa de despedida, y la mayor parte del público creyó que estas eran las últimas palabras que le oiría decir.

Pero 10 años más tarde, el terco Sir Thomas decidió probar una vez más. La suspensión de la regata de 1920 había provocado tales protestas públicas contra esos yates apodados cáscaras de huevo”, que se resolvió fabricar un nuevo tipo de naves. Se adoptaron nuevos reglamentos de construcción que exigían que todos los yates competidores fueran lo suficientemente sólidos como para cruzar el océano.

Puesto que Sir Thomas había logrado acercarse al triunfo en 1920, a pesar de las desventajas que le imponían las reglas entonces vigentes, ¿qué no podría hacer en 1930, en igualdad de condiciones? A la sazón el público norteamericano estaba decididamente a favor de él.

Pero en el mar su popularidad de nada le valió. Tuvo que vérselas con Harold Vanderbilt, uno de los mejores pilotos de la historia de las regatas, que, no cupo duda, contaba con la mejor nave y la mejor tripulación. No sólo venció a Sir Thomas, sino que en cada prueba llevó al Shamrock V a la zaga, a buena distancia de su Enterprise.

Lipton tenía ya 80 años, y era un anciano que andaba encorvado. Sus tentativas por conquistar la Copa habían llegado a su fin, y él lo comprendía así. Y sin embargo, después de la última regata, logró levantar el ánimo de su descorazonado piloto con una chanza. Sonriendo, le dijo:

̶ Debo felicitarlo por no haber perdido de vista al Enterprise durante todo el día.


Sir Thomas falleció al año siguiente. Nunca conquistó la Copa, más a él se debe el prestigio de que ésta goza. Su caballeresco comportamiento y sy buen humor trasformaron el espíritu de la competencia y fueron causa de los cambios hechos poco a poco a los reglamentos y que han convertido las regatas por la Copa del América en un acontecimiento verdaderamente deportivo. Cuando él apareció en escena, la Copa tenía la peor reputación. Cuando él murió, ésta se había convertido en brillante símbolo del deporte internacional.  

   

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