La Copa de
América (America's Cup) posee una historia ya relatada y codificada en numerosos escritos e
imágenes, con lo que su realidad y mito van a la par en la
modernidad. Los comienzos de toda hazaña contienen salvajes
encantos, y depende de la innovación, del grado de su intrepidez y
del enigma contenidos en ella la futura existencia del interés
social.
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En los
anales de todo acontecimiento de magnitud y trascendencia social,
quedan unos nombres inscritos, otros no se contabilizan, como el mío.
Mas, de mi experiencia participando en el arranque y la organización de la Copa
de América en Valencia, no es la nostalgia lo que en mi va a
perdurar, sino la comprensión, que va más allá del entendimiento
del cómo y el porqué del uso de este “mito” para fines
comerciales.
Así, en
junio de 1963 la aventura es divulgada por el Selecciones del
Reader's Digest, en su versión en lengua española:
SIR THOMAS
y la Copa del
“América”
Romántica
historia del más caballeroso perdedor de todos los tiempos: el
hombre que logró infundir a las regatas internacionales un verdadero
espíritu deportivo.
Por
James Nathan Miller
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Ilustraciones de C. Jones y Alexander Fuente: Reader´s Digest |
Desde
entonces se la conoce con el nombre de Copa del América, y
la mejor prueba de cuán rotundamente se hizo acreedora al nombre, se
encuentra en el coloquio, hoy famoso, entre la reina Victoria y el
capitán del yate real.
̶
¿Qué barco ganó? ̶
preguntó la Reina.
̶
El yate norteamericano ̶
respondió el marino.
̶
¿Y cuál es el segundo?
El
capitán tomó su anteojo, escudriñó el horizonte, y contestó:
̶
No hay segundo, Majestad.
Los
neoyorquinos se llevaron la copa consigo y la cedieron al Yacht Club
de Nueva York, a fin de que fuera “premio perpetuo en amistosa
competencia entre las naciones”.
¡Vaya
competencia amistosa! Se hubiera dicho que la copa contenía veneno,
tan enconada resultó la lucha por conquistarla. La razón
fundamental de ello era el carácter mismo de los dos organismos que
más ansiaban poseerla.
El
Yacht Club de Nueva York no era un club de recreo dominical para
familias. Era exclusivamente una cofradía de magnates: Astors,
Belmonts, Whitneys, Vanderbilts, Morgans... Estos señores se habían
adueñado de bancos y ferrocarriles y se las arreglaban para
conservarlos, porque eran por naturaleza dinámicos y tesoneros.
Participan en las regatas para apostar gruesas sumas de dinero; y lo
mismo que en cualquier otro negocio, tenían buen cuidado de no decir
nada al acaso.
Igualmente
indómito era el Royal Yacht Squadron inglés. Sus miembros eran lo
lores y oficiales, administradores, defensores y dueños del gran
imperio de la reina Victoria. En una ocasión en que chocaron dos
yates, las tripulaciones destrozaron el velamen del rival con hachas
y cuchillos. Comentando el incidente, Lord Belfast, propietario de
uno de los yates, reconoció que tal comportamiento era poco
deportivo; por tanto, agregó, la próxima vez que un competidor en
la bordada de sotavento se le atravesara en la de barlovento ¡pardiez
que él lo partiría en dos!
Tales
eran los dos grupos que se aprestaban a entrar en “amigable”
competencia por la copa.
El
primer indicio de lo que se avecinaba se observó en la competencia
inicial, en 1870, cuando los ingleses enviaron a James Ashbury con su
yate Cambria. El piloto británico se las vio con 23 naves del
Yacht Club neoyorkino, y llegó en décimo lugar. Al año siguiente,
cuando protestó por tan obvia injusticia, los neoyorkinos accedieron
a oponerle un yate solamente... esto es, uno a la vez. Tenían listos
cuatro yates: dos para navegar en mar picada y otros dos aptos para
aprovechar la más ligera brisa, y hacían participar en la
competencia ya a uno, ya a otro, según soplara el viento.
En
esta forma se defendió la copa durante los 25 años siguientes. Casi
todas las regatas terminaban ásperamente. Lo peor ocurrió en 1895,
cuando Lord Dunraven, después de perder una segunda vez, acusó a
los norteamericanos, en una revista inglesa, de haber agregado lastre
a su yate Defender clandestinamente, la noche anterior a la
regata decisiva, y de haberlo descargado en secreto la noche
siguiente, antes de que se hubiera podido revisar la embarcación, a
raíz de la protesta hecha por él de que calaba demasiado. EL dueño
del Defender respondió que esa era “una de las acusaciones
más injuriosas que se podían hacer a un deportista y a un
caballero, y que además ofendía el honor y el espíritu deportivo
nacional”.
Los
ánimos se exaltaron a tal punto que cuando Dunraven regresó a los
Estados Unidos para ventilar su caso, tuvo que ser custodiado por la
policía. Al retirarse , una vez que sus acusaciones fueron
rechazadas por una comisión investigadora, se negó a presentar
excusas.
Aquí
pareció tocar a su fin la “amistosa competencia”; pero el 6 de
agosto de 1898, un telegrama cruzó el Atlántico: “Cumplo con
informarles que el Royal Ulster Yacht Club, en nombre de Sir Thomas
Lipton, tiene el honor de retar a ustedes por la Copa del América
”.
¿Quién
era Sir Thomas Lipton? Multimillonario, contaba entonces 48 años, y
aunque gracias a su cadena de 600 mercados su nombre se había hecho
familiar a todos los ingleses, casi nadie había oído hablar de él
en los Estados Unidos. Sus padres habían emigrado de Irlanda durante
la época del hambre. Él había nacido en una casa de vecindad de
Glasgow (Escocia), y era, según dicho suyo, “irlandés y pobre,
que es lo más pobre que se pueda imaginar”. Pasó parte de su
adolescencia en Estados los Unidos, vagando de una parte a otra y
desempeñando trabajos esporádicos; luego regresó a Glasgow con 100
libras esterlinas y una fórmula para conquistar el éxito, aprendida
en Nueva York: “El que vive del comercio debe anunciar o se
arruina”. Esta convicción iba a hacerle rico.
Abrió
una pequeña tienda de comestibles en Glasgow, y pronto tuvo
veintenas de sucursales dispersas por toda Inglaterra. La publicidad
había hecho el milagro. Cierta vez le dijo a un joven:
̶
Muchacho,
la cosa es así: cuando una gallina pone un huevo, cacarea para que
se entere todo el gallinero; pero cuando la pata pone, ni pío dice.
¿Y quién come huevos de pato?
Lipton
cacareó toda su vida anunciando huevos, carnes y té, generalmente
con enorme provecho.
De
marino nada tenía. Hasta el fin de sus días fue incapaz de
distinguir babor de estribor, y las fotografías que lo mostraban al
timón de sus diversos barcos eran pura publicidad. Aunque la
propaganda que le reportaba su participación en las regatas era sin
duda una de las importantes razones que lo impulsaban, no cabe duda
de que tenía ardientes deseos de ganar la copa y llevarla de vuelta
a Inglaterra. Además, no era de los que se resignan a perder. Uno
de sus íntimos decía:
̶
Nadie se eleva desde la pobreza a la posición a que él ha llegado
si no le anima el firme deseo de triunfar.
En
1898. Lipton pidió al mejor arquitecto naval inglés que le hiciera
los planos para un yate, contrató al mejor piloto profesional de
Inglaterra y envió el barco al otro lado del Atlántico. El propio
Sir Thomas lo siguió unas pocas semanas más tarde a bordo de un
vapor de línea.
Aquél,
el primero de los famosos Shamrocks de casco verde inscritos
por Lipton, llegó a los Estados Unidos poco menos que sin haber sido
puesto a prueba. Sabiendo que con ello provocaría muchos
comentarios, el magnate lo envolvió en el más profundo secreto.
Cuando estuvo en dique seco, hizo cubrir el casco con lonas, aunque
no ignoraba que los norteamericanos ya poseían detallados dibujos de
los rasgos que tenía bajo la línea de flotación. Invitó al
público a visitar el astillero, pero ordenó a los guardas que
confiscaran todas las cámaras fotográficas, si bien desde varios
días atrás los periódicos venían publicando fotografías de la
embarcación.
Lipton,
por el contrario, era tan accesible para los reporteros como una
incipiente estrella de cine. Hombre de ingenio, decía frases dignas
de ser repetidas. Y nunca dejaba de chancear amigablemente respecto a
su próxima victoria.
̶
Será mejor que los
norteamericanos miren bien ese “cacharro”, pues me lo voy a
llevar.
El
día de la regata parecía una fiesta nacional. Durante todo el
verano de 1899, los periódicos habían llenado sus planas con la
reseña de los preparativos. En ambas márgenes del Atlántico se
formaron grandes asociaciones para cambiar apuestas, y en Nueva York
se vendió hasta el último sitio disponible en remolcadores y buques
de excursión. Pero al terminar la regata el yate británico había
perdido tres carerras consecutivas.
Los
reglamentos, cierto era, resultaban contrarios a todo retador. Éste
debía anunciar las dimensiones de su nave con 10 meses de
anticipación, lo que daba tiempo a los norteamericanos para
construir tantos yates rivales como desearan y para aprovechar el
verano en poner a prueba unos contra otros y en perfeccionarlos.
Además, el yate retador debía cruzar el Atlántico por sus propios
medios, lo cual significaba que debía ir provisto de pesados
cuartones o cuadernas reforzadas, y que había de estar proyectado
en forma que pudiera llevar provisionalmente dos mástiles y un
aparejo adecuado para la navegación de altura. Y luego sólo
disponía de unas pocas semanas para efectuar las alteraciones
necesarias y prepararse para la regata.
En
un importante aspecto la última regata fue diferente de las
anteriores: el perdedor se retiró sin presentar quejas. Durante su
viaje de regreso en el Leviathan, telegrafió a Inglaterra:
“Los norteamericanos me han derrotado en buena lid”.
Dos
años más tarde, Sir Thomas regresaba a los Estados Unidos con el
Shamrock II. Antes de que éste fuera construído, su plan se
puso a prueba durante nueve meses, valiéndose de diversos modelos de
cera tirados a remolque en un estanque... mas esta precaución
resultó inútil, pues el nuevo yate fue derrotado también.
Al
partir, Lipton recordó a los norteamericanos que el Shamrock
(trébol irlandés) tiene tres hojas. En efecto, volvió en 1903 con
el Shamrock III. Ya para entonces acompañaba a sus
tentativas la misma rutina. A su llegada tenía lugar una aparatosas
recepción en el puerto, seguida de un mes de fiestas durante al cual
el magnates, nobles y jugadores profesionales se congregaban para
asistir a la regata; el interés del público aumentaba a medida
que los diarios informaban sobre los detalles y hacían objeto de
innumerables reportajes al retador.
Se
tenía ganados a los periodistas porque sabía mejor que ellos mismos
lo que les interesaba. Soltero, era por entonces el mejor partido del
mundo, y la prensa de la época vinculaba su nombre con el de docenas
de mujeres, a lo que él se prestaba de buen grado.
También
perdió las regatas de 1903, y regresó a Inglaterra sin proferir
queja alguna, mas esta vez hizo una amistosa petición: le parecía
que debían cambiarse las disposiciones relativas a las medidas de
los yates, a fin de que éstos se apartaran de las monstruosas líneas
que se tendía a darles.
Y
tenía razón, pues a medida que aumentaba el interés por ganar la
Copa, los arquitectos navales habían levantado los mástiles hasta
hacerlos tan altos como una casa de 16 pisos, y los aparejaban con
un velamen de fina tela de algodón cuya superficie equivalía a la
de dos manzanas de cualquier ciudad. El resultado era que los
competidores de la regata podían aprovechar el céfiro más leve
cuando el mar estaba tranquilo, pero si el viento refrescaba esos
barcos eran casi inútiles, pues colgado como a diez metros debajo de
la línea de flotación, en el fondo de una quilla afilada como un
puñal, iba un lastre de plomo que pesaba varias toneladas. La acción
de tal peso, contrarrestaba el impulso lateral de la enorme vela,
impedía que el yate se volcase.
A
partir de 1903, el club neoyorquino cambio un poco los reglamentos a
fin de restringir tan caprichosas embarcaciones, pero cuando Sir
Thomas regresó en 1920 para realizar su cuarta tentativa, los yates
seguían siendo meros abortos hechos para navegar con buen tiempo.
Probablemente fue esto lo que impidió a Lipton, que tenía entonces
70 años, aprovechar su única oportunidad favorable de llevarse el
“cacharro”.
En
efecto, en esta ocasión el Shamrock
ganó dos de las primeras cuatro regatas. Una más le hubiera dado la
victoria. Buena parte de la prensa norteamericana y del público
apoyaba al retador. “Buena suerte, Tommy”, rezaban muchos
letreros colocados en los barcos de excursión.
Lo
que Lipton necesitaba era un buen viento,
pues
en
mar agitado su yate era superior a los otros. Y el viento le
favoreció. Cuando, lleno de optimismo, tomó asiento a la popa de su
yate de vapor para observar el principio de la quinta regata, el
viento soplaba a razón de 25 nudos. Mas de pronto una bandera se
alzó en la nave de la comisión directiva: se suspendía la prueba,
porque los competidores estaban de acuerdo en que el viento era
demasiado fuerte.
Lipton siguió al
Shamrock IV, que regresaba a su amarra, e inmediatamente se enceró
en su cabina con el piloto. Dos horas más tarde, adusto el
semblante, dio un comunicado explicando la razón por la cual se
había creído que celebrar la regata ese día resultaría peligroso.
“Yo no estoy de acuerdo”, agregaba resignado, “pero tal es la
opinión de los capitanes de los yates”.
Al terminar ese día,
Sir Thomas había recuperado su buen humor lo suficiente para
chancearse una vez más con los reporteros, a quienes dijo que la
verdadera razón para haber suspendido la regata era que el “motor
silencioso” que se hallaba oculto en el Shamrock se había
descompuesto.
Perdió la regata
decisiva; y aquel anciano que había gastado una fortuna a fin de
ganar un premio que le había sido arrebatado cuando lo tenía al
alcance de la mano, regresó a Inglaterra.
̶
El mejor de los barcos ganó ̶
dijo a guisa de despedida, y la mayor parte del público creyó que
estas eran las últimas palabras que le oiría decir.
Pero 10 años más
tarde, el terco Sir Thomas decidió probar una vez más. La
suspensión de la regata de 1920 había provocado tales protestas
públicas contra esos yates apodados cáscaras de huevo”, que se
resolvió fabricar un nuevo tipo de naves. Se adoptaron nuevos
reglamentos de construcción que exigían que todos los yates
competidores fueran lo suficientemente sólidos como para cruzar el
océano.
Puesto que Sir
Thomas había logrado acercarse al triunfo en 1920, a pesar de las
desventajas que le imponían las reglas entonces vigentes, ¿qué no
podría hacer en 1930, en igualdad de condiciones? A la sazón el
público norteamericano estaba decididamente a favor de él.
Pero en el mar su
popularidad de nada le valió. Tuvo que vérselas con Harold
Vanderbilt, uno de los mejores pilotos de la historia de las regatas,
que, no cupo duda, contaba con la mejor nave y la mejor tripulación.
No sólo venció a Sir Thomas, sino que en cada prueba llevó al
Shamrock V a la zaga, a buena distancia de su Enterprise.
Lipton tenía ya 80
años, y era un anciano que andaba encorvado. Sus tentativas por
conquistar la Copa habían llegado a su fin, y él lo comprendía
así. Y sin embargo, después de la última regata, logró levantar
el ánimo de su descorazonado piloto con una chanza. Sonriendo, le
dijo:
̶
Debo felicitarlo por no haber perdido de vista al Enterprise
durante todo el día.
Sir Thomas falleció
al año siguiente. Nunca conquistó la Copa, más a él se debe el
prestigio de que ésta goza. Su caballeresco comportamiento y sy buen
humor trasformaron el espíritu de la competencia y fueron causa de
los cambios hechos poco a poco a los reglamentos y que han convertido
las regatas por la Copa del América en un acontecimiento
verdaderamente deportivo. Cuando él apareció en escena, la Copa
tenía la peor reputación. Cuando él murió, ésta se había
convertido en brillante símbolo del deporte internacional.
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